Dos docenas de soldados nos habían estado esperando desde el amanecer en el Paso de Rafah, pero su oposición no aguantó ni un cuarto de hora cuando decidimos entrar. Apenas siete muertos entre los dos bandos como resultado de aquel amago de fuego cruzado, pequeñas ráfagas que reflejaban la falta de convencimiento de los centinelas. Cincuenta unidades de infantería de todos los países de Europa, quince leopardos con sus cañones erguidos, doscientos camiones, con una cruz teñida de rojo en su cuerpo, cargados de toneladas de alimentos y medicinas, custodiados por el apoyo aéreo de las decenas de Eurofighters, que como pájaros hambrientos despegaban de los portaaviones español y francés desplegados en el Mediterráneo oriental.
El mastodóntico dispositivo apareció como una estrella fugaz. En menos de seis horas, lo que duró aquella noche, Europa pondría contra las cuerdas a Israel y entraría en La Franja de Gaza a la fuerza, con intención, no de enterrar al ejército judío, sino para sacar de las tumbas a los palestinos enterrados vivos allí, en una fosa común, en una franja. Si algún militar o civil de Israel, de Estados Unidos, de Irán o de cualquier otro país, ya fuera un ortodoxo radical sionista, un terrorista de Hamás o un Nobel de la paz americano, se interponía en el camino con violencia, las instrucciones eran claras: Disparar a matar.
Europa había decidido actuar ante la pasividad del mundo, encabezada por Europa misma, frente a la ignominia y la barbarie que tanto conocían. La primera reacción de Estados Unidos indicaba una clara declaración de intenciones: DEFCON 2, nivel que permanecía inédito desde la crisis de los misiles de Cuba. Inexplicablemente ni los satélites de vigilancia ni la CIA, con sus agentes desplegados por Europa y Oriente Medio habían podido detectar el plan del viejo continente hasta una hora antes, y USA había perdido ya toda posibilidad de reacción. Tampoco se lo había comunicado Israel, a quien el ataque cogió esta vez al Mossad por sorpresa y cuyos dirigentes, encabezados por su presidente Benjamin Netanyahu, decidieron una hora antes de la llegada europea establecer una defensa simbólica, a costa del posible sacrificio de un centenar de judíos. Irán, Líbano, Jordania y Cisjordania contemplaban atónitos, como mirando a la Meca, los informativos que ya empezaban a mostrar imágenes de la inminente invasión. Miles de católicos en Jerusalén abarrotaban la basílica del Santo Sepulcro, algunos entendiendo la redención de Europa, otros, su necesaria misión mesiánica. Las mujeres de aquellas comunidades cristianas lloraban, esperando un nuevo Gólgota, que decían había sido marcado a fuego por Dios, en el día de hoy.
Los minutos pasaban y la excitación general en el planeta aumentaba conforme llegaban las noticias. En los cinco continentes numerosos países habían detenido casi por completo su actividad. Internet colapsaba ante un tráfico sin precedentes, entre preguntas de angustia, curiosidad y emoción y respuestas obsoletas, esperanzadoras e incorrectas. La expectación y la tensión en China superaba a la de Rusia, pendiente ahora de dos guerras. Comunidades enteras de sunitas en la India se paraban en mitad de las calles a rezar, ante la indiferencia de la mayoría de los viandantes.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, recibió una comunicación del presidente del parlamento europeo Odysseas Justikis poco después, cuando ya los rumores corrían por el mundo entero, media hora antes de la entrada de los militares. Ante el final de la pequeña escaramuza inicial posterior, USA pausaba su monstruoso despliegue de submarinos y portaaviones y sus avances iniciales en el Atlántico Norte, disminuyendo el nivel de la alerta a DEFCON3, a la espera de acontecimientos, a pesar de la presión de los lobbies americanos, que pedían una intervención inminente.
Contra todo pronóstico, la congelada Unión Europea había congelado el mundo.
El general Sánchez Medina coordinado con la superintendencia de la ONU dio la orden de entrar al ejército español y aquella caravana de soldados noveles, en la que yo me encontraba, que recordaba a las marchas militares del 12 de Octubre, por formación e incertidumbre, no por orgullo, se puso en movimiento. Comencé a caminar con una mezcla de temor y arrojo mientras cruzábamos al otro lado del mundo.
De padres humildes y católicos, pues mi padre era ebanista y mi madre ama de casa, y ambos solían acudir religiosamente a misa los domingos, siempre me había sentido patriota y creyente, aunque en ocasiones me atacaban las dudas sobre las dos cuestiones. No creía en lo que decía en Doctor Zhivago de que solo los hombres infelices van a la guerra, pues mi infancia fue bastante feliz, y el asunto militar, bastante vocacional. Había estado ya en dos misiones humanitarias en Bosnia y Siria, pero esto significaba algo más, dada la repercusión internacional y los sentimientos enfrentados que levantaba en los países más neutrales, más distantes también. Las imágenes que había visto toda la vida en televisión y las que nos había mostrado el capitán en la previa, se mezclaban ahora con mis pensamientos y lo que veían ahora mis ojos.
Miles de niños famélicos, algunos con sus familias, chillaban exhaustos, con los ojos abiertos como si nunca hubieran visto la luz, a la altura de las cartucheras de los miles de guardias alemanes que protegían con su cuerpo el avance de las tropas europeas. Los hombres pedían agua y pan y las mujeres abrían los brazos ante el interminable desfile de las fuerzas humanas.
Mientras avanzábamos por aquella ciudad post apocalíptica, en la que no existían ya aceras ni casi suelo, nos abríamos paso entre hierros amorfos y cemento vapuleado, sin tener muy claro hacia dónde íbamos. La tonalidad de nuestro uniforme contrastaba con el único color con el que parecía habían pintado Gaza, un gris brutalista, que llegaba hasta donde alcanzaba la vista, pues nada quedaba en pie, por encima de los dos metros, que impidiera vislumbrar el horror del horizonte. El trabajo inacabado de los bombardeos, terminaba por hacerlo el fuego, que aún ardía, en lo que una vez fueron casas, escuelas, hospitales o mezquitas. El aire, como una niebla maldita que lo impregnaba todo, olía a azufre y el suelo ardía, la goma de las botas se quedaba pegada al polvo.
Llevaba apenas diez minutos dentro de aquella pesadilla, cuando en un costado del camino, que no existía, me pareció ver el cuerpo de una niña sepultada a los pies de lo que quedaba de una mezquita. Avancé hacia ella temeroso y decidido, y cuando me encontraba apenas a dos metros suyo, un destello brillante, como un sol naciente, me deslumbró y detuve mi andar de golpe. No podía ver nada, ante la lluvia de arena y sudor que mojaba mi cara. Sentí un dolor intenso en las piernas, como si me estuvieran clavando agujas por dentro, que amenazaba con volverse insoportable.
Escuché gritos alarmados a mi alrededor y noté que alguien me cogía por las axilas. Traté de limpiarme el rostro con las manos y empecé entonces a ver desvanecerse a los demás, como si dejaran de existir. Solo escuchaba un pitido muy agudo en mis oídos. Intenté agarrarme a algo desesperadamente, cuando estalló un sonido atroz, como un trueno, seguido de otro resplandor cegador. Me ardían los pulmones, apenas sentía ahora las piernas. El sufrimiento iba en aumento, mis manos estaban sangrando y solo escuchaba los gritos de mis compañeros de escuadrón. Sentí como me cogían en volandas entre varios y me tumbaban en una camilla. Me ataron por los tobillos para inmovilizar las piernas, mientras los brazos agarrotados se desparramaban fuera de la tabla. De inmediato, continuos e intermitentes botes me martilleaban la espalda, mis amigos de regimiento corrían, al menos cuatro me llevaban a marchas forzadas por aquel terreno irregular a algún lugar, mientras mis fuerzas se disipaban. Mis párpados dudaban, mi cuerpo ya no aguantaba, mis oídos y mi olfato agonizaban, apenas quedaba un sentido intacto: mis ojos, que veían ahora solamente un cielo azul, cruzado por estelas de cometas… Me desmayé…
נְשִׁיָה
Desperté de golpe en una cama, empapado de sudor y con la cabeza dando vueltas y magullada. Notaba una presión punzante muy intensa en el costado, como si me hubiera golpeado Mike Tyson con un puño americano desde las entrañas. Veía el ambiente difuminado y sentía un incómodo hormigueo en los pies y en las manos. Comencé a sentirme mejor poco a poco, mientras me desperezaba. Parecía todo en su sitio, mi cuerpo aparentaba seguir intacto, y el dolor agudo mutó pronto a molestar tolerable, así que me puse en pie y comencé a andar. Había perdido toda referencia temporal, mi memoria estaba en blanco, podía haber pasado una hora o una semana.
No sabía muy bien donde estaba, supuse que sería un hospital por el blanco que dominaba la estancia, las camas tan cuidadas, con sabanas de lino y cabeceras adornadas por frases impronunciables, pero con pinta de ser sabios aforismos relacionados con la salud, y lo aséptica que era la estancia, bastante espaciosa y por lo que comprobaba mientras indagaba un poco, con una excesiva cantidad de pasillos. Escuché a lo lejos lo que parecía una chica tocando un cover que identifiqué rápidamente como el «Quicksand Jesus» de Skid Row. Tomé la dirección de aquel sonido y llegué a una habitación, que se asimilaba mas a la de una casa, donde estaba encendida una televisión enorme o una especie de proyector, que abarcaba toda una pared. No había nadie, solo lo que parecía un mando a distancia sobre una mesa.
Alguien había estado viendo un canal árabe, quizás Al Jazeera, que era el único que conocía, aún sin entender nada. Cogí el mando y subí el volumen. Se celebraba al parecer un reciente acuerdo de paz liderado por Trump y Netanyahu para solucionar el conflicto de Israel y Gaza. Me sorprendió lo rápido que se habían reunido, dada la situación actual de la incursión europea, pero lo importante era la paz y parecía que al fin había llegado. No aclaraban las condiciones, o no me enteré, pero pensé que al menos de momento no habría más fuego y podríamos seguir enviando medicinas y alimentos a los gazatíes.
Creyendo que informarían más sobre el acuerdo o sobre la misión de la Unión Europea, esperé a que pasaran los anuncios, pero mi fe se hizo añicos cuando comenzó un concurso, que consistía al parecer en premiar a la mujer que llevara un atuendo más adecuado. Como en un desfile de modelos, iban saliendo una tras otra al plató. Eran prácticamente niñas, adolescentes. Se intuía un temblor previo entre bambalinas. Palabras a pie de pantalla acompañaban el show, pero no reconocía ninguna: hiyah, nibak, chador, … Todas las prendas parecían tener algo en común: apenas dejaban ver el cuerpo de las mujeres, algunas solo mostraban los ojos, otras más generosas, el rostro, aquella también el cuello. Era como si no existieran, como si su identidad se hubiera diluido, reducida a un autómata, mujeres desintegradas por armas de destrucción masiva, celdas andantes con tragaluces. Un jurado de hombres sonrientes, presumiblemente cualificados, ponía las notas.
Cambié abruptamente de canal a uno que parecía el History Channel o similar, porque aparecían imágenes del holocausto. Tras varios minutos de sufrir los vídeos que todos habíamos visto de Auschwitz, Dachau y Buchenwald, aparecía a continuación el actual presidente de Israel, Netanyahu, gritando «¡Esta tierra es nuestra, de nuestro pueblo!», «¡somos los elegidos, el pueblo elegido por Dios», «¡vida a los sionistas!, ¡muerte a los filisteos», «¡Hitler tenía razón!» Creí interpretarlo bien porque estaba en judío sefardita, subtitulado al español, pero realmente no entendía nada y cambié otra vez de canal.
Este parecía mas serio, en inglés y con un lord muy elegante presentándolo, hablaba del esfuerzo y la gran gestión de Inglaterra y Francia, tras la Primera Guerra Mundial, con el protectorado del territorio de Oriente Medio y de cómo a pesar de llevar siglos fuera de allí y tras diásporas y pogromos ejecutados por medio continente y más allá, decidieron establecer tras la Segunda Guerra mundial, apoyados por el resto de Europa, USA y la recién creada ONU, el nuevo Estado de Israel allí, refugio para los judíos supervivientes de la Guerra, esperanza para el futuro de la estirpe de David y desesperación para Palestina. Era muy interesante, aunque complejo y corto también, así que me quedé con ganas de más y cogí el mando, a ver si encontraba algún otro canal.
Me topé con uno cultural o religioso o metafísico. Decían que el hombre se había dividido, que antes era uno, así decía que tanto judíos como palestinos eran semitas, con culturas muy similares: compartían ciertos patrones linguísticos, musicales, gastronómicos,… Al parecer, en los temas de la fé, ocurrió lo mismo, las tres religiones monoteístas mayoritarias: judaísmo ,cristianismo e islam tenían un punto de partida en Abraham. La geografía no podía ser ya una excepción, la tierra de Canaán donde nacieron todos, se convirtió luego en El reino de Israel y Judá, y luego en Palestina y finalmente en el Estado de ¡Israel y Palestina!
Fue demasiado ya. Esta gente son primos como mínimo, quizás por eso ocurre esto, porque son demasiado iguales. Apagué la televisión de inmediato, me volaba la cabeza, ya no sabía quién era quién o si eran el mismo o los mismos. Tampoco entendía de qué país, etnia o religión debía ser un territorio. ¿Del que pueda defenderlo?, ¿del primero que llegó?, ¿del que dijera la Biblia, el Corán o la Torá?, ¿desde cuándo?, ¿cuándo poner el reloj a cero?, ¿debía España devolver Al Andalus?, ¿Estados Unidos devolver su territorio a España o a los indios?, ¿somos los españoles romanos, quizás visigodos, árabes, conversos o neandertales?, ¿Se puede reescribir la ley del Talión?, ¿es nuestra historia, la historia de una venganza?, ¿somos Caín o Abel?, ¿quien fue el pecador que lanzó la primera piedra?, ¿podemos sobrevivir sin un sacrificio al juicio final?
Demasiadas elucubraciones trascendentales, ¿me cuestionaba mis creencias o me convertía en un fanático religioso?. Mi cerebro ya no daba más de sí. Proseguí mi exploración de la casa, hospital o lo que fuera, que la tele había detenido, y me dirigí hacia donde me había traído la música, que no obstante había parado hace tiempo, si bien mi noción de cuántas horas habían transcurrido estaba muy alterada. No encontré nada. Me había fijado que en ninguna habitación de las que había recorrido asomaba ninguna ventana, lo cual me agobiaba bastante. Seguí andando por la casa en busca de ventanas, puertas o insinuaciones de estas pero las habitaciones se presentaban inertes, blancas e inertes. Muebles que parecían no sostener nada, paredes y techos que intentaban crear habitaciones, y pasillos sin un claro principio ni fin.
Lámparas antiguas a media luz, cuadros de mercadillo, ninguna foto, ningún detalle que me diera una pista de la identidad de los moradores. Comencé a correr. Tenía que haber una puerta o algo… El agobio se empezó a convertir en angustia y cuanto más corría, las habitaciones y los pasillos parecían encogerse, saltaba por si encontraba hueco el suelo, pero era sólido como el granito, me colgué de una araña del techo pero no cedió. El aire me empezaba a faltar, no podía respirar, cuanto más intentaba salir de allí y correr, peor me sentía. Me paré, en un intento de recuperarme, pero mis esfuerzos desesperados por inhalar profundo no obtenían sus resultados, complicaban aún más mi estado, me ahogaba, mis pulmones parecían haber encogido, el aire haber desaparecido, ¡respira! ¡más rápido!, ¡más rápido!, ¡más aún!, ¡más!. Me desmayé.
המשיח
Inicié, a duras penas el levantamiento de mis ahora pesados párpados, pero solo veía una franja negra borrosa, perdida en el espacio. Tenue como en un amanecer, se hizo la luz y a poco se tornó gris. La cabeza me sangraba profusamente. Poco a poco menguó el chorreo y un aroma extraño vino a mi nariz, una mezcla de jazmín y azufre, el dolor general cesaba y la vista mejoraba por momentos. En un instante de lucidez extrema, dada la situación, me di cuenta, como en una revelación, de donde estaba, había vuelto a Gaza.
Me encontraba en el mismo lugar donde recordaba haberme desmayado pero ya no había nadie, intenté recordar, aunque fuera, si eran los mismos escombros y eso creía: el sucedáneo de hospital derruido, el amasijo de cobre y hierro, ese gris brutalista omnipresente, esa piedra gigante que no es de ciudad. Entonces, recordando ya con una feliz nitidez, me di la vuelta ipso facto y efectivamente allí estaba:
Una niña yacía al pie de una sinagoga, con la cabeza debajo de un bloque de hormigón. Llevaba dos sandalias negras con unos calcetines blancos y cortos o doblados, con un dibujo de Hello Kitty. El resto, de lo que podía ver de su cuerpo, era un vestido de niña común, que parecía que fue azul.
Levanté la cabeza y miré hacia el cielo, suponiendo que llevaba ya tres días muerta y debía estar a punto de resucitar. Rogué con todo mi aliento porque así fuera. Tenía las manos juntas como si hubiera estado rezando en el momento de la explosión, pero al observar desde otro ángulo comprobé que entre las manos blandía una pistola. Cuando me puse a su altura confirmé al tocarla que estaba congelada, llevaba un vestido que parecía que fue azul.
Traté de levantar el hormigón, cuando me di cuenta de que no era una pieza de una columna o una terraza, no era parte de la estructura de un edificio, ni de la calzada… era una cruz. Intenté levantarla con todas mis fuerzas, pero no fui capaz.
Tapé a la criatura con mi abrigo y cogí la pistola. Una voz llevaba el humo, que aún era indistinguible del aire, y que salía de debajo de aquel abrigo: «¡Sálvanos, te hemos esperado demasiado tiempo, eres el elegido!». No podía creer, no podía creer que fuera verdad lo que había escuchado, igual me estaba volviendo loco, un principio de esquizofrenia, un brote repentino, pero estaba seguro de haber oído a la pequeña, dulcemente, con la voz de una niña sirena. Me senté entonces en una piedra con forma de silla, esculpida sin duda por un misil, para intentar calmarme.
Pero inmediatamente después, sin tiempo para creer, apareció de la nada un hombre que se dirigía hacia mí con paso tranquilo. Llevaba una túnica rubricada con la estrella de David, y lucía una cuidada barba blanca que terminaba en una cadena muy ostentosa, resplandeciente.
Mientras se aproximaba hacia mí, no paraba de repetir con una voz grave como un trueno: «¡Soy Moisés, su heredero, soy el elegido por el pueblo de Israel, el elegido de Dios!»
No le creí. Su serenidad me inquietaba. Tenía los ojos inyectados en sangre y parecía que levitaba. Me levanté de la piedra y mis ojos titubearon nerviosos buscando ayuda, pero estábamos solos, él y yo. Y ella. Por un momento quise correr, escapar de allí, pero una vez más no podía con mis piernas, me dolían las manos, sentía pinchazos por todo mi ser y mi cuerpo estaba casi paralizado.
Un terror incomprensible me recorrió las venas. Saqué fuerzas de flaqueza y le apunté con la pistola. Grité que se pusiera de rodillas y entonces se detuvo. Le volví a gritar «¡De rodillas, a rezar!». Se quedó mirándome unos segundos y tan calmado como había venido, dobló las piernas y comenzó a rezar en una lengua que no reconocía, seguramente mística, que debía ser hebreo. Me temblaban las manos pero no podía dejar de mirarle y él tampoco apartaba la mirada de mi. Si caía en la tentación de entrar en sus ojos, un laberinto se metía en mi cabeza y desvié levemente la vista. Empezaba a hacerse de noche, aunque el suelo seguía ardiendo, había perdido de nuevo la noción del tiempo. Aquel ser hizo ademán de girar la cabeza mientras ahora gritaba y repetía de nuevo: «¡Somos los elegidos, yo soy el elegido!» Sentí que no aguantaba más y mis piernas cedieron. Caí de rodillas delante suya como si una bomba me hubiera derribado. Los cantos de la niña sirena regresaron a mis oídos, ensordecedores, irresistibles. Volví a mirarle fijamente a los ojos y esta vez no me pudo aguantar la mirada. Una luna completa reinaba ya sobre Gaza. Empecé a llorar, la sangre que bajaba aún de mi cabeza se mezclaba con las lágrimas en mi boca. Me puse a rezar compulsivamente: «¡Jesús, estoy tan lejos sin ti, Jesús no puedo verte a través del humo!». Aquel ser agachó la cabeza y agarró mis pies avergonzado, como pidiendo compasión. Pero una fuerza superior, algo fuera de este mundo, un Dios mayor guiaba mis manos: «¡Jesús, no puedo sostener la cruz!.» Y disparé.
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