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Robot IA escribiendo con fasntasmas

Un cuento de Halloween artificial

La noche de Halloween había caído sobre Madrid como un manto pesado y húmedo. Las calles estaban desiertas, apenas iluminadas por las farolas que proyectaban círculos naranjas en el pavimento húmedo. El aire olía a hojas podridas y a humo de castañas asadas, y un viento frío recorría los callejones, haciendo que las puertas chirriaran y los contenedores temblaran. En medio de aquel silencio intermitente se alzaba la vieja casa de la Calle de los Susurros.

Era un edificio alto y desvencijado, con ventanas cubiertas de polvo y cristales rotos que reflejaban la luna como si fueran ojos huecos observando a los transeúntes. Las paredes estaban ennegrecidas por el hollín y la humedad, y el jardín delantero estaba invadido por maleza y zarzas. Los vecinos hablaban poco sobre ella, pero siempre en tono de advertencia: algunos aseguraban escuchar lamentos por la noche; otros, haber visto una figura que se movía tras las cortinas raídas.

Aquella noche, cuatro jóvenes —Marcos, Lucía, Javier y Carla— decidieron explorarla. La adrenalina del miedo y la promesa de historias para contar los impulsaba a avanzar. Caminaban con linternas en mano, iluminando la puerta principal, cuya madera estaba astillada y cubierta de grafitis y pintura descascarada.

—¿Seguro que esto es buena idea? —preguntó Lucía, su voz temblando mientras apretaba la linterna.
—Vamos, es solo una casa vieja —respondió Javier, tratando de sonar valiente—. No puede ser tan terrorífica.

Marcos, el más atrevido, empujó la puerta. Esta se abrió con un chirrido que resonó como un grito largo y lastimero. El olor a moho y polvo los golpeó de inmediato. Avanzaron con cautela: el suelo de madera crujía bajo sus pies, como si la casa misma protestara.

El hall principal era amplio, con techos altos decorados con molduras que alguna vez fueron elegantes, ahora cubiertas de polvo y telarañas. Retratos antiguos de personas desconocidas los miraban con ojos vacíos. Algunos cuadros habían caído, dejando fragmentos de madera astillada sobre el suelo.

—Esto es… inquietante —susurró Carla, tragándose el miedo.

Se acercaron a la escalera. Cada peldaño parecía a punto de ceder. La linterna de Marcos iluminó un detalle que los detuvo en seco: una mancha oscura en la barandilla, seca y quebrada, que ascendía hasta perderse en la penumbra del piso superior.

—Tal vez alguien se cortó aquí hace años —dijo Javier, intentando quitarle dramatismo—. Nada más.

Pero no era “nada más”. Al subir, un frío intenso descendió sobre ellos. Lucía sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, y un susurro casi imperceptible pronunció su nombre.

—¿Escuchaste eso? —preguntó, con la voz temblorosa.
—Son cosas de tu imaginación —respondió Marcos, aunque en su interior un nudo de miedo se formaba.

El pasillo del segundo piso estaba lleno de manchas de humedad que parecían rostros torcidos. Al final, una puerta entreabierta dejaba escapar un hilo de luz plateada proveniente de la luna. Se acercaron con pasos cautelosos.

Dentro de la habitación, un escritorio antiguo estaba cubierto de papeles amarillentos. Entre ellos, un diario parcialmente quemado. Marcos lo tomó y leyó en voz baja:

«Hoy he decidido que no puedo soportarlo más. La tristeza, la soledad… todo me persigue. Mañana nadie me verá más.»

—¿Qué es esto? —preguntó Carla, con los ojos muy abiertos.
—Parece el diario de alguien que murió aquí —dijo Lucía, con un nudo en la garganta.

De repente, un golpe seco resonó desde la planta baja. Se miraron con miedo. El silencio que siguió era más pesado que antes. Bajaron corriendo, pero al llegar al hall, vieron algo que los dejó paralizados: una figura translúcida flotaba cerca de la escalera. Sus ojos eran vacíos y de su boca escapaba un lamento que parecía un suspiro entre dolor y desesperación.

—¡Corre! —gritó Javier. Pero antes de que pudieran moverse, la figura levantó una mano y un viento helado los envolvió, apagando sus linternas.

En la oscuridad total, comenzaron a escuchar susurros que venían de todas partes. Sus nombres eran pronunciados con un tono que mezclaba tristeza y reproche. Lucía tropezó y cayó al suelo. Cuando levantó la vista, la figura estaba sobre ella.

—No debisteis venir… —dijo la voz, resonando en sus cabezas.

Marcos encendió la linterna del móvil. La luz iluminó el rostro del espectro: una mujer joven, pálida, con ojos llenos de vacío. Su vestido estaba raído y su mano sostenía un pañuelo manchado de sangre.

—Me llamo Elena… —susurró—. Me quedé sola… y no quiero que nadie más sufra aquí como yo…

Elena relató su historia. Había vivido en la casa con su familia a principios del siglo XX. Una noche de Halloween, su padre, consumido por la ira y la bebida, la atacó. En su desesperación trató de escapar, pero cayó por la escalera y murió. Desde entonces, su espíritu estaba atrapado, reviviendo aquella noche una y otra vez.

Mientras hablaba, las paredes comenzaron a crujir y a temblar. Objetos caían sin razón, y sombras largas se desplazaban por el pasillo. Cada palabra de Elena hacía que los jóvenes se sintieran atrapados, como si la casa misma los absorbiera.

—Debemos ayudarla —dijo Lucía, con determinación—. No podemos dejar que siga atrapada.

Buscaron entre los papeles y las cajas polvorientas hasta encontrar una carta amarillenta escrita por su madre:

«Querida Elena, si algún día te ves en peligro, recuerda que tu fuerza y tu bondad pueden superar la oscuridad. Confío en que encontrarás la luz.»

Al leerla, la figura de Elena comenzó a temblar y su forma se volvió más difusa. La tristeza en sus ojos se mezcló con una luz cálida y débil.

—Gracias… —susurró antes de desaparecer en un destello de luz que hizo que el frío se disipara y las linternas se encendieran.

El hall seguía siendo viejo y silencioso, pero la sensación de opresión había desaparecido. El viento ya no susurraba lamentos; el aire olía a tierra húmeda y hojas secas.

Al salir a la calle, el reloj marcaba casi la medianoche. Caminaban en silencio, procesando lo vivido.

—Nunca volveré a subestimar las historias de los vecinos —dijo Carla.
—Ni yo —respondió Marcos—. Pero… de alguna manera siento que hicimos algo bueno.

Desde aquel Halloween, la casa ya no daba miedo. Algunos vecinos afirmaban ver a una figura femenina en la ventana, pero ya no había lamentos, solo una presencia tranquila que parecía vigilar la calle con cuidado, como agradeciendo a quienes se habían atrevido a escuchar su historia.

Cada Halloween, los jóvenes recordaban a Elena y su historia. Comprendieron que los fantasmas no siempre buscan asustar: a veces solo necesitan ser escuchados y liberados. La casa, aunque vieja y vacía, se convirtió en un recordatorio de que incluso en la oscuridad más profunda, la compasión puede traer luz.

Sin embargo, algunas noches, los que pasaban por la Calle de los Susurros juraban escuchar un suave susurro que parecía decir:

«Gracias… por no olvidarme.»

Y en la ventana superior, un reflejo de ojos huecos seguía mirando, pero esta vez, sin odio ni dolor, solo observando con la calma de quien finalmente ha encontrado la paz.

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