Después del debido precalentamiento por los bares de berberechos de La Latina, llegábamos mi amigo y yo al Berlín Cabaret y ella ya estaba en el ropero esperando.
«Guárdame la chupa rubia» – «No queda sitio, chaval» – » Pero si está vacío!» – «Es porque miras mal…» Y me hacía esperar!
Te cruzabas con ella por algún pasillo y amagaba con tirarte la copa o te dedicaba una mirada asesina. «Cuidadito conmigo!»
Dábamos un par de vueltas por la pista y de vez en cuando pedíamos más de dos abrigos de vuelta en el guardarropa: «Cuidao con estos dos, niñas!»
Un día la noté especialmente cariñosa: «Estás muy bueno!» – «Y tú más, rubia!» Su amiga la morena se unió: «¿Quieres ir con nosotras a jugar al parchís cuando cerremos?» – «No sé jugar al parchís». Creo que hablaba en serio, pero yo no entendía.
Tiempo después volvimos allí pero ella ya no estaba. El lugar ya no era igual, había perdido la alegría de su tristeza. Quizá tenía que haberla dado ese beso que pedía a veces, aunque sé que sólo le hubiera durado quince minutos.
Me enteré más tarde de que era amiga de Alaska y que incluso tenía un grupo con su marido, Las Nancys Rubias, aunque tampoco supuso esto ninguna diferencia.
Igual quería cantar en el teatro pero luego se aburría y se quedaba en su ropero envuelta en un abrigo de plumas.
Las rubias son así. Y si encima son Nancys, eso las convierte en una especie única y contradictoria. Famosa ya lo sabía, por eso las metió en una caja, pero ellas no aguantan mucho allí y necesitan volar.
«¿Qué haces en el viaducto Susi?» -«Salí a tomar el aire» – «Necesito que me guardes la cazadora» – «Si me das un beso te la guardo» – «Hecho. Ven aquí»