Llevaban ya muchos meses haciendo horas extra. Lo que inicialmente era un esfuerzo puntual, se había convertido en una rutina habitual.
El compromiso con la empresa y con ellos mismos, el miedo a no desarrollar las tareas encomendadas y sufrir un despido o simplemente la inercia de lo cotidiano impedía que se levantara la voz.
Pero la voz siempre se levanta por dentro y acaba de algún modo levantándose fuera, ya sea con un gesto inconsciente, una mirada incontrolada, un ictus psicosomático o literalmente.
Y así fue. Ese día había meeting de todo el equipo de trabajo con la cúpula directiva. Sin duda y debido a que ya se había sobrepasado el límite en reiteradas ocasiones, el acta de la reunión reflejaría como tema estrella, el salir siempre de aquel edificio viendo las estrellas.
Él ya había comunicado a su jefe inmediato que tenía la intención de aguantar una hora, coincidiendo con la duración programada, ya que debía asistir a un partido de ping pong con otros tres compañeros, que también se encontraban en esa sala.
Comenzó la asamblea y tras el discurso protocolario y esperable de Don Corleone surgieron pequeños focos de resistencia, tímidas quejas, soslayadas embestidas que eran toreadas rápidamente con técnicas estándar de alta dirección.
A la media hora habló Paco, un mando intermedio con gran capacidad de trabajo y mayor aún de alegrarte el día solo con verle, un pringao, un buenazo. Fue el único que se acercó a una queja compatible con la situación. Le temblaba la voz, mientras a los superintendentes no se les bajaba medio milímetro el párpado. Los psicópatas no tiemblan.
Sin pena ni gloria se acercaba la hora de reunión y todo seguiría igual, como estipulaba el plan estratégicamente diseñado.
Él dudaba qué hacer. Por un lado tenía un partido de ping pong en el que se lo pasaría bien y por el otro una reunión de trabajo a la que responsablemente debía complacer. Un proyecto que a pesar del tiempo le gustaba muchísimo por un lado y por el otro una voz interior a la que responsablemente debía complacer.
Aquella gran palabra llamada dignidad no le soltaba, le impedía mantenerse indiferente, marcar la diferencia. A la hora exacta miró al super director, ese que cobraba un millón de euros y se levantó de la silla. El silencio se hizo y él no quería romperlo. Todos le miraban con cierta sorpresa. Se dirigió a la puerta y salió. Detrás de él sus compañeros de ping pong y dos más. Él no era un líder, nunca lo había sido ni quería serlo y dudaba de si sólo saldría él pues no estaba en la cabeza de ellos, pero le siguieron, los mejores le siguieron.
Lo hizo por él y también por ellos. Lo hizo bien, lo que él creía que debía hacer, aunque era un riesgo muy alto, realmente un suicidio y él lo sabía de antemano, aunque tuviera cierta esperanza de que podría continuar. Había que ser tonto para marcarse ese numerito. Hubiera sido más facil tener todo, ambas cosas: una queja con la boca pequeña, inocua, que dejara intacta su dignidad engañándose a sí mismo y el empleo que le gustaba, a pesar de todo.
Es día comprendió que un error podía ser un acierto y viceversa. Un dualismo cuántico, un error o un acierto, un error y un acierto a la vez, dependiendo del punto de vista, de la mirada, de determinar lo que ocurre con nuestra acción como cuando la medida colapsa la función de onda concretando la realidad. No puedes saber la velocidad con la que el electrón es despedido y su posición en la cola del paro al mismo tiempo.
Como dijo Oscar Wilder en aquella gran película: Ninguna buena acción queda sin cástigo.